Profesores de mi Morbo I : el primero y más grande. K.

Siempre, desde muy pequeña, fui consciente de mi sexualidad y del placer que me arrancaba. Creo recordar que ya me identificaba como bisexual sin ponerle nombre al concepto. Me gustaban las otras niñas, prácticamente todas. Hoy eso sigue igual. En cuanto a los hombres, siempre me gustaron precisamente los hombres. Nunca los niños o los chavales. Me gustaban los hombres entrados en años. Hoy eso sigue igual.


Entre todos ellos, mi sexualidad infantil se dirigía sólo a aquellos que tenían cierto poder jerárquico sobre mí. Freud estaría contento. Y sí me enamoré de mi padre. Recuerdo el día en que me di cuenta de que mi padre era un cabrón, que no tenía razón en todo y que, en definitiva, no era Dios, como el día de la mayor decepción que he sufrido en mi vida. Difícilmente superable.


Cuando tenía cuatro años me pasaron de la guardería correspondiente a un buen colegio privado. Hasta los siete años nunca me fijé en él, tal vez nunca me había cruzado antes con él. Era un colegio grande y bien distrubuido. Era maestro de euskera y tocaba la guitarra. Todos cantábamos. El primer día que le vi, el autobús escolar llegó tarde y la monitora me llevó al aula donde ya estaban mis compañeros de clase.


Estaba tocando la guitarra, tendría unos treinta y algo, barba de más de dos días y pantalón vaquero ajustado que le marcaba el paquete. Sería niña, puede que no entendiera de “eso”. Pero desde luego, podía sentirlo.

Me miró tierno y adulto.


-Nor zara?


Me preguntaba que quién era. Le dije mi nombre y siguió cantando.


Pintxo, Pintxo, gure txakurra da ta, Pintxo, Pintxo, bere izena du.

Txuribeltza da ta ez du koxka egiten, begi bat izten du jolasten nahi badu.


Seguí en el mismo colegio hasta que entré a la universidad. Él, mientras tanto, tonteaba con las profesoras por las mañanas (ya de mayor me enteré que era un hombre muy deseado en aquellos años por claustro y alumnado adolescente) y estudiaba Historia por las tardes, de modo que al llegar a 3º de ESO volvió a ser mi profesor. Y así hasta que salí. Me dio Historia del Mundo, de España, de Euskal Herria, de Geografía e Historia del Arte. Entonces ya tenía cuarenta y tantos, una barriga muy prominente como los euskaldunes la tienen y canas en el pelo. Seguía con vaqueros, barba mal afeitada, algo de greñitas y camiseta de rallas. Un borroka de la vieja escuela.


De educación férrea, era querido por los alumnos por la inmensidad de su genio y odiado por sus exámenes y metodología rigurosa. Ya no resultaba atractivo a ninguna alumna, pero supongo que alguna profesora fantaseaba con su olor a tabaco y tinto.


Empecé la ESO suspendiendo todo; rebelde, no escribía en los exámenes y llevaba literatura al colegio para leer en las seis horas de clase magistral (excepto en las clases de latín, lengua y cultura clásica). Él, o pasaba de mí o me expulsaba de clase, según el día. Nunca más fue tierno ni me cantó con la guitarra.


Acabé la ESO aprobando todo y destaqué en el bachiller como brillante, con dos años más de edad que el resto de mis compañeros. Amaba la Historia del Arte. Y lo amaba a él. En secreto y con distancias. Él se esforzaba por ser tierno conmigo a la vez que Dominante, pero yo estaba resentida por su trato en los años previos. Cuando aprobé la selectividad y fui a por mis cosas al colegio, encontré una foto en mi pupitre de la clase de primaria de K. con algunos de los niños. Entre ellos, un moco rubito a su lado que era yo.


Fue el único profesor que me abrazó y yo lloré, y nunca he pisado una reunión de antiguos alumnos. Hace un año y medio lo encontré paseando por la orilla de la ría a la salida de mi uni, y me preguntó qué tal.


-En mi línea.

-Izugarri.

-Me acuerdo de ti.

-Y nosotros de ti. Yo me acuerdo mucho de ti.

-Ikusiarte.

-Agur gudari.


Sigo fantaseando con él a menudo. Está casado y tiene hijos pequeños. Pienso en qué me diría mientras me folla, en que me cantaría después, en cómo me pintaría desnuda, en qué postura podría follármelo con esa enorme barriga. Cómo le miraría a los ojos chupándosela de rodillas con su tripa pegándome en la frente. Si le gustaría que le lamiera el culo y le metiese bien la lengua. Pienso en si me contaría por qué tiene esas cicatrices tan largas a lo largo de los brazos, en si me dejaría afeitarle, en si consentiría que le cortase al afeitarle para probar su sangre. Pienso en si me querría dar por el culo, o en si le resultaría atractiva como para estar mirándome horas sin ropa. En cómo llegaría a clase por la mañana. En su sudor. En lo imposible.



Sangrienta Erzsébet.


Puede que no la reconozcas en la pintura, pero sí su nombre. Ella se llamaba Gabriella Erzsébet Báthory-Nádasdy de Ecsed y la llamaban Condesa Sangrienta. Puede, incluso, que no la reconozcas por sus nombres, pero habrás oído hablar de su leyenda. Ella es esa sádica que se bañaba en sangre de vírgenes para ser eternamente joven.

No se sabe muy bien donde acaba la Erzsébet histórica y empieza la de la leyenda. Yo voy a hablaros de lo que se dice y lo que se cuenta, lo que se cuenta y lo que se dice.

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Esas fueron.

612 vírgenes de entre 9 y 26 años fueron las que se cree que desangró la Condesa. Húngara, y miembro de una de las familias aristocráticas con más fuerza de la zona, Erzsébet destacó desde niña por una inteligencia fuera de lo común y un carácter muy dominante. Casada con otro importante noble (conocido como el Caballero Negro de Hungría), pasaba las ausencias de su marido en la guerra (que empalaba, célebre, a sus enemigos como Aquel Otro que Todos Conocemos) acostándose con las muchachas del servicio. Parece ser que le gustaba morderlas mientras las follaba.

Y es que es tan rica la sangre metálica templada en la boca...

Un buen día, al marido de la Condesa Báthory-Nádasdy, le metieron su lanza sanguinaria por su culo cornudo y ella echó de su castillo a toda la familia del difunto. Y ahí empieza el mito. Sádica nata, queda viuda y sola con su séquito de esclavas, que inmediatamente comienzan a habitar en las mazmorras del castillo, sometidas a las más brutales palizas y a las torturas más crueles para diversión y excitación de su Dueña. Las mordía y golpeaba con varas. Quemaba sus coñitos inocentes con hierros ardiendo.

Dicen que frecuentaba círculos mágicos de brujas húngaras que hacían hechizos y remedios con plantas para toda preocupación mundana. Tenía ya Erzsébet 44 años y le horrorizaba envejecer.

En una ocasión, una sirvienta le cepillaba el pelo y le estiró sin querer. Ella le partió la nariz de un golpe, y le pareció ver que en las partes de su piel en que había salpicado la sangre se desvanecían las marcas de la edad. Entonces empezó a usar la sangre vírgen para beber y bañarse.

Contaba con dos ayudantes, macho y hembra, que compraban a las muchachas de sus súbditos para el servicio del castillo. Las usaba sexualmente, las torturaba para su placer y las desangraba sobre su piel. Algunas tenían que soportar la muerte durante varios días, siendo desangradas un poco el primer día y los sucesivos hasta morir.

Cuentan que eran todas como ángeles, pues Bathóry las admiraba y deseaba siempre antes de sacrificarlas. Las envidiaba y amaba. Eran frecuentes las caricias cariñosas en el Infierno de su castillo entre los gritos y las súplicas.

De la misma forma que Aquel Otro que Todos Conocemos, fue su figura temida y barnizada de tintes vampíricos entre su pueblo. Las muchachas desaparecían o morían en circunstancias desconocidas y cada vez se reclamaban más y más. Algunos recaderos habían asegurado haber visto a la Condesa en rituales en los bosques con hechiceras y alquimistas reconocidas en Hungría. Otros decían que de su castillo brotaba olor a podrido, y que había manchas de sangre por todas las paredes.

Hasta tal punto llegó la evidencia de lo que sucedía que se emprendió una investigación, y descubiertos los 612 cuerpos desangrados, se ejecutó a todo colaborador y consentidor previa tortura. Por su clase social, Erzsébet no pudo ser ejecutada. Se la emparedó en su castillo hasta que murió cuatro años después.

Por un motivo tan absurdo como que en mi familia alguien decidió ponerle el mismo nombre de la Condesa a otro alguien en su honor, desde pequeña he admirado a Gabriella Erzsébet Báthory-Nádasdy de Ecsed sin ser del todo consciente de la brutalidad escondida en lo que yo creía que era un cuento mágico.

A pesar de ello (o tal vez por ello) no he podido jamás despegarme de una inmensa atracción hacia ella, que además ha inspirado cuentos, libros, pinturas y películas abundantes. Supongo que el animal humano es curioso de las excepciones.

Dejo una escena (que empieza en el minuto 2:22) de Hostel 2 que se basa en ella. Me llamó la atención por su crudeza (normalmente se trata el tema desde un prisma romántico y efectivo que seguramente no tenga nada que ver con lo que hubiera sido una sangría real). A ver si os gusta. A mí sí. Estaré enferma.


Una vez maté una flor.




-No me gustan las salvajadas.

Eso me dice, dándome a entender que no tengo nada que hacer con él, que todos mis propósitos no serán más que una mancha oscura de coño podrido en mis bragas, que mañana tendré que enjabonar en el lavabo de mis derrotas. Y sigue fumándose el porro que le he líado hablándome de la delicadeza femenina, del amor puro y de la condición humana.

Me lo pasa después y yo apuro el humo verde hasta marearme los pulmones; apago luego lo que queda del sueño en un cenicero lleno de historias inconclusas. Él ya está adormecido, tirado en esa cama deshecha en la que nos hemos tragado Hellraiser porque yo quería y una de la Coixet (de la que a día de hoy sólo recuerdo a Ben Kingsley) porque quería él, medio desnudo y fumado del todo.

Me quito toda la ropa y él me abraza, con lástima y sueño.

Lamo su cuello, lo soplo, paso mis labios por sus cejas, sus párpados, su nariz. Me detengo a medio milímetro de su boca y no noto más que cosquillas. Respiro su aliento marihuano, dejo caer una gota de saliva hacia su labio inferior y se resbala a su boca. Me lo quiero comer y me apoyo en ella, esperanzada, sabiendo si ya habré resultado tan delicada, femenina y humana como él no espera que pueda ser. Y debo haberlo resultado, porque me besa, suave, y murmura que no puede ser, que no puede caer en mí, que le gusta mi cuerpo pero odia mi alma.

Le tapo la estupidez de su boca con un beso de Santa, de redención, un beso blanco de buena chica. Me monto encima con cuidado de no romper la mentira del momento acercando demasiado mi coño ardiendo a su polla hipócrita, que intuyo dura y hereje por debajo de las bermudas. Acaricio entonces con mis pezones todo su pecho, suaves roces y movimientos certeros. A los dos nos excita, él gime suave y yo intento amarrar como puedo todos los caballos de la diligencia de mi Deseo, que quieren desbocarse y galopar hasta caer muertos en esa cama de moderno sentimental.

Bajo entonces besando de su nuez (a la que felo sutilmente, queriendo sustituir lo insustituible... yo lo que quiero es tragarme su polla y vomitarle los huevos) por la mitad de su pecho, y desabrocho las bermudas y las bajo arrastrando los calzoncillos blancos de Virgen Macho.

Me golpea su polla intrépida en la comisura del labio y él mira incrédulo y vuelve a cerrar los ojos para no ver derrumbarse todos sus principios de pancartista romántico. Lamo sus pies, cada dedo, sus pies huelen a pies. Es un sucio y eso me gusta. Si no tiene el cuerpo limpio entonces es hermano de mi alma.

Separo sus piernas. Dice algo que no entiendo ni quiero. Flexiono su pierna y me instalo con la grupa levantada encima de su rodilla, y me la follo, me follo su rodilla huesuda de tal manera que me chilla el coño, y se la mojo toda y se resbala mi jugo, y entre tanto, para evitar que piense, hundo mi boca hasta la base misma de su polla, tragándomela, gozándola, habiéndola deseado más que ninguna otra. Puta, despechada, y meto los dedos de mi mano izquierda en su boca para que no me hable la mierda que suele hablarme, y mueve su lengua chupándolos, como la puta zorra que es y quiere negar ser.

Con la otra mano estrujo sus huevos, queriendo recibir ya lo que nunca quiso darme en la cara, y entonces empieza a estremecerse más y su polla palpita y cambio de idea.

Salto y me la inserto en el culo, en el mismo momento en que se corre, y rompo a sangrar. A él le duele, y creo que también sangraría aunque nunca lo vi después de levantarme y recoger mis trapos para vestirme en lo que tardo de bajar al portal.

Pienso, no te gustan las salvajadas y a mí no me gusta que piensen que soy tan egoísta como para no dar más. Jódete y aprende.

Y qué paradójica la vida, que me fui orgullosa y él quedó destrozado. Y pasaron dos días y él me llamó y no respondí. Y me escribió, y quería seguir descubriéndose conmigo. Su Destrucción fue Creación. Y yo, que me fui de allí como una reina, me sentí como una mala puta destrozando un ser tan bello como era, que por querer tenerlo lo arranqué de su tierra y a la fuerza adorné mi jarrón siempre caprichoso con su esencia, a sabiendas de que lo marchitaría.

-Olvídame, y no me devuelvas mis pelis.

Y hoy es el día en que sigo tirándome de los pelos (del coño).

Envenenada.




Empecé a amar a Uma Thurman antes de Kill Bill, antes incluso de enamorarme locamente de Mia Wallace. Ha puesto la carne a tantas ideas adorables...

Era pequeña y me llevaron a ver una de Batman al cine, y sólo la recuerdo a ella. A Poison Ivy. Creo que todas las nínfulas, o las travestis, o las freaks o las horteras encantadoras queremos ser como ella. Estéticamente es maliciosamente sexy, ajustada y pelirroja. Dan ganas de morirse entre cada pliegue de su tallo y de sorber todo el veneno que emanen los pétalos de su coño. Es sexual, peligrosa y perfecta.

Y si miramos al personaje...

es el simbolismo perfecto de la mujer y de la naturaleza. Poison Ivy es una Diosa Pagana Postmoderna. Controla mentalmente las plantas y los árboles para su propio beneficio, es inmune a todos los agentes dañinos de la naturaleza, y puede crear también esas toxinas en su cuerpo, volviéndose tóxica al contancto... y a los besos. Deseas y mueres. Las Diosas son inalcanzables.

Y lo segundo mejor (porque lo primero mejor de todo siempre es su capacidad de destrucción, la rebelión a la Creación). Poison Ivy controla sus feromonas para seducir a hombres y mujeres. Quiere destruir a la humanidad y volver al origen de la Supremacía de las Plantas. La Madre Tierra. La Musa de lo Pagano. Mortífera y bella.

Creo que todas las hembras humanas haríamos uso de los poderes de Poison. Las meigas, las alcahuetas, las brujas de akelarre... somos carnaza de amor, sexo y amarres esotéricos. Dar de beber al amado el agua con la que nos lavamos el chochito, dejar perfume en la almohada... todas son tradiciones que usan la recepción sensitiva e inconsciente del hombre para llenarlos del veneno de la exclusividad a nuestro coño.

Todas somos Poison Ivy y ninguna lo es. Porque ella no se envenena de su propio jugo de Muerte. Y porque tiene la carne de Uma y eso no hay trazo que lo iguale.

Quiero una novia sirena y quiero una novia Poison. Para envolverla con film de bocadillo y tocarla así, notar su húmedo veneno entre sus piernas de orquídea y endurecer sus pezones con golpecitos cariñosos de vara de bambú. Para besarla a través de su pelo rojo. Para ahogarla y mirar sus ojos de Muerte acercarse a su Reino. Para tenerla siempre y desearla siempre, y tenerla y no tenerla nunca jamás. Para que nada se pierda. Para matarla o que me mate.

Fumando espero.


No empiezo a pensar hasta que no recupero un reflejo de aproximación a algo que parezca lucidez. Eso ocurre siempre después de haber clausurado un cigarrito en mis labios de succionadora Deborah Dora, mirándolo bizca y sacando la mandíbula como una sapiens cualquiera. Nunca estoy más fea que cuando le doy fuego a mi futuro cáncer.


Me llega el calor al párpado empañado y lleno de humo mis pulmones enfermos hasta que a punto estan de explotar como una seta nuclear. Tiro el mechero, me arrasco el chocho encharcado, estiro de la almohada para encajarla en mi nuca rubia enmarañada de sudor y otros jugos. Y entonces pienso, ¿ergo sum? Me siento menos sum que hace tres minutos cuando estaba siendo percutada y orgasmaba sumida en la espiral de Vicio y Muerte que ansío y encuentro, y pierdo y lastimo.


Sigo fumando, y con suerte, la ceniza aún quema mientras se va cayendo moribunda y asesina en mi pecho desnudo de piel fina y venas verdes. Me siento zombie, que nunca es mejor que muerta.


¿Volveré a su cama?

¿Volverá a la mía?

¿Es huésped en cama ajena?

¿Aguantará una segunda corrida?

¿Me ha inyectado un fecundo fecundador creador de fetos alien?

¿Las tengo caídas?

¿La tiene pequeña?


Apago el cigarro y me desagrada el humo ambiental. Me desagrada el semen ambiental. Me desagrada su calcetín ambiental. Me desagrada mi desagrado ambiental.


Sólo quedan dos opciones, por dos, por dos, por dos…


O te vas o me follas, o me follas o te follo, o te follo o te amo, o te amo o me muero.


La soportable pesadez del ser.

La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.


Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire , vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.


Milan Kundera. La insoportable levedad del ser.



Esto que explica Kundera es la mayor verdad que se ha escrito sobre el sentir masoquista. Prolongo el término más allá de los que encontramos el mayor placer en la mortificación del cuerpo e incluyo a los emocional o experiencialmente masoquistas. Imagina: el sacrificio del deporte, el sufrimiento corporal al coronar una cima en la montaña, el orgullo por las tragedias vitales superadas, la conciencia del enamorado que sufre y ama y tolera un sentir por sentir el otro, la lucha académica, laboral o artística…


Los comportamientos masoquistas son inexorables al ser guste o no guste, o quede mejor o peor decirlo. Es la carga la que hace sentir, y somos seres sensitivos.


Después estamos esa minoría que hayamos un placer psicosexual suprahumano con la mortificación de la carne y el espíritu. El sentido protocolario dentro de la comunidad BDSM (que suele ser tan cerrada e intransigente como toda agrupación de seres pensantes de la raza humana, algo que aborrezco para todos los casos) lo explica, con miedo a hablar de masoquismo esencial y originario debido a que desde que existen los psicólogos y las psicopatologías hay miedo a la realidad de esencia por miedo a la categorización patológica, a través del componente de entrega. La entrega sería entonces la capacidad del ser sumiso para demostrar a su Dueño lo que es capaz de darle, hasta qué límite y con cuanta dedicación.


Yo estoy plenamente de acuerdo con ese concepto considerándolo primera condición para una relación entre parejas D/s, pero añado que desde algún sentir perverso de la esencia humana de algunas personas, el dolor físico puro y duro es una forma de comunión mística. El dolor nos devuelve al origen animal de sólo sentir sin pensar, sólo flotar en la sensación, en los sentidos volcados al cien en lo corpóreo, en la muerte del parloteo mental. Y la liberación es la paz. El dolor su camino. En el argot del BDSM lo llaman subspace.


Y volviendo a la vida más real, a la que nos une a todos los seres al margen de nuestras preferencias sexuales, ¿no creéis que enamorarse supone una asunción masoqusita?


Y qué bella…


De lo ordinario de un cánon y la osadía de la envidia.





Canon.

(Del lat. canon, y este del gr. κανν).


4. m. Modelo de características perfectas.


Todas las épocas han tenido uno; desde la obesidad enfermiza de las Venus prehistóricas hasta la delgadez rígida de las tops del momento, pasando por la lozanía socavada de las Gracias de Rubens. Cuando se establece un cánon de belleza, se divide el Universo (con la mujer como principal Musa de lo bello como siempre lo fue) en dos áreas adjetivas; una de ellas, por cierto, considerablemente más pequeña que la otra debido a que la perfección, de existir, es más bien escasa. El área de lo acorde al canon y el de lo discorde con el mismo.


Yo si considero que la perfección existe, aunque no en globalidad. Creo en la fragmentación universal, y por ende, en que uno puede tener nariz perfecta y pies feos, o polla ideal y boca de vómito. Por tanto, por cada cánon dos áreas y la imposibilidad de un canon global en una misma persona.

Las narices, por cuestiones naturales de huesos y cartílagos, tienen difícil mutación al antojo de una moda si no es con pasta y bisturí. En cambio, la silueta es de relativa reestructuración a cambio de una motivación y un esfuerzo más o menos considerable depende de cada cual, y dentro de la frontera que marque cada particularidad ósea; de cualquier forma, la silueta es tal vez, junto al peinado y el estilismo general, el cánon más fácilmente alcanzable.


Con esta disertación un poco filosófica (apuntando alto, que mi Ego es muy suyo) ya podemos hablar de las acordes al cánon, las delgaditas perfectas, y las discordes, o las chicas voluptuosas que oscilan entre los kilitos de más y la línea ballenato.


Cuando un canon marca época pasa a formar parte de un inconsciente colectivo, y por mucho que queramos ir de independientes, deja huella en nuestra percepción de lo agradable. A todos nos resulta agradable el cánon actual, las gacelas esbeltas que se muestran entre imponentes y frágiles, las posturas no erguidas que no marcan líneas de grasa en los vientres lisos de las Venus contemporáneas. Precisamente porque es común que guste, su gusto es a la vez ordinario, entendiéndolo como común, cotidiano, frecuente, entendible y compartible.


¿Les quita mérito alguno? No lo creo. Son adorables y deseables. Lo ordinario no es peyorativo, es mayoritario.

El otro grupo, en el que me encuentro, de mujeres alejadas (mucho o poco) del cánon suele adquirir dos posturas: la ya conocida del complejo y del querer ser (sin esforzarse por ello en la mayoría de los casos… porque creo yo que después de las Guerras pocos gordos había) y el de despreciar a quién es.



Compadezco a ambas porque ponen empeño en desecharse, y es que confío en que la que lucha por un ideal corpóreo lo consigue (y la que se queja en vano tiene un problema de disonancia importante) y mantengo que la que hace escarnio con la perfección ajena por la disconformidad propia es digna de lástima porque la infelicidad la tiene en el alma y no en la barriga.


Dicho esto, y apreciando el cánon, se entra ya en el tema de la globalidad de lo bello como cada uno lo capte, y es que lo bello no es sólo lo distinguible como tal, si no lo deseable como presa sexual. La atracción sí que es un fenómeno totalmente subjetivo y ese sí mueve el mundo.


Hay mujeres tan bellas que ni me las follaría, sólo querría mirarlas. Y hay otras tan bellas en una dimensión tan alejada a las primeras que serían receptoras de toda mi lujuria. Me gustan las tías con curvas, femeninas, con los culos gordos para azotarlas y cara de malas perras. También me gustan las pequeñas aniñadas, con pezones minúsculos en mamas imperceptibles y coletas encuadrando sus caras mofletudas. Me gustan los heavys de la vieja escuela, barbudos, melenudos y con panza. Me dejaría follar el culo por cada uno de ellos, y comería las bocas de todos los hombres de mirada atormentada, artísticos y sensibles, que marcan las costillas y las ojeras.


Y a Brad Pitt lo metería en una vitrina circular para poderlo admirar.


Me jode que no se sepa mirar el mundo con la ambigüedad y la levedad precisa, y odio, sobre todas las cosas, las feministas exacerbadas (yo soy femenina y no me representan defendiendo mis curvas con la técnica de lapidar lo evidente) y todas las discriminaciones positivas de nueva horneada.


Y ahora voy a adornar el artículo con muchas tías cojonudas para ver si entre teta y teta alguien me lee la paja mental del día.


Voraz e iracunda,


Deborah Dora.





Deborah von Sacher-Masoch Dora.

Una vez me regalaron un collar de perlas y desde entonces mi culo es puro lujo. Siempre meto cada perla una a una y siempre las saco todas a una en un tirón salvaje y el esfínter aúlla y mis labios suspiran y los ángeles lloran.


Todos los días me froto los dientes con un dentífrico tan mentolado que me seca los ojos, y en el último enjuague me lo escupo en el clítoris para que irrite su cima. Y se me cierra el coño y se me abre la boca y los demonios se ríen.


En cada colada tiendo las bragas y las agarro con las mismas pinzas que me torturan los pezones. Y la carne se tiñe de rojo, y me sonríen los ojos y Jesús clama al Cielo.


Cada noche desnudo la almohada y visto mi cuello con su funda estampada. Luego me masturbo, como tantos en su cama, y en el momento de orgasmar ciño en asfixia el maltrato de la yugular. Y la cara es purpúrea, y el orgasmo es diamante y Lucifer me hace sitio en su Trono.


Salgo cada jueves oprimiendo pulmones, costillas y un par de kilos de más en grasa abdominal, condenando mi cuerpo a la cárcel de las varillas insolentes de cualquier corpiño medieval. Cada jueves calzo mis pies en tacones insufribles; los mismos pies en que apago los cigarros que me fumo en el sofá. Y bailo a pesar de los tacones, y bebo hasta el vómito a pesar de los corpiños, y la Virgen me envidia y se recoge la túnica y enseña a su Marido Cornudo una liga de encaje en color blanco virginal.


Me tatúo si ahorro, me perforo el cuerpo con agujas de acero y me cuelgo brillantes, me muerdo los labios febriles si me sube la fiebre, me arranco los padrastros de los dedos a la contra de la piel, me peino bien tirante la coleta, me paso la epilady por las ingles, prefiero cagar estando estreñida y follar estando escocida.


Si me llamas puta me enciendes.

Si me llamas masoca no me ofendes.

Si te extraña me comprendes.


Con dolor por el hambre,


Deborah Dora.



Si tú me dices "ven"... lo mojo todo.

Mi Placer venció la guerra contra el clítoris cuando dio de lleno, sin saber siquiera de su existencia, con esa toma eléctrica que un especialista en coños como lo fue Gräfenberg bautizó con su inicial. No creo que sea un indispensable si una ya se sirve del micropene a la vista que a tantas enloquece, aunque tampoco entiendo tanta dificultad para dar con él. Hay quienes dicen que algunas no lo tienen, aunque las teorías más sensatas defienden que su sensibilidad depende del tejido interno del coño de cada cual, que además está sujeto a los cambios de la edad y en la treintena está su reino.

Me da lo mismo.

Yo lo tengo.

Lo que yo tengo es un tumor arrugado pegado por dentro a la parte trasera de lo que tú ves que es el clítoris. Es un tumor tipo alien, que agrede y babea a la mínina provocación. Es fácil de reconocer porque un sólo roce hace que se hinche; es ese momento en que sientes que te atrapo, que te muerdo, que te abrazo.

El tumor se hincha y su rugosidad florece pétrea, como venas de acero de un jabalí borracho de furia. Entonces es cuando me corro, y cuando puedo eyacular. Unos dicen que me meo.

Me da lo mismo.

Yo lo tengo.

Y es tan fácil como que me penetres con uno, dos, tres dedos (la mesura nunca fue lo mío) y hagas ese gesto que te ilustra la Imposible de la foto, ese gestito de inducción a la Demencia. Dirán que estoy loca.

Me da lo mismo.

Porque yo lo tengo.

Lo tengo y un amante experto y tan grotesco que me producía de igual manera el reflejo de vómito que la locura orgásmica, quiso enseñarme ya de adolescente más crecida que pequeña, la manera en que un compañero sexual puede ofrecer a una mujer una corrida a la salsa G más generosa y voluptuosa que la caricia autosatisfactoria que ella misma puede procurarse.

Nunca más lo probé después de que el reflejo de vómito fuera superior al de locura orgásmica. Bastante me cuesta recordarte cada noche que si tú me dices ven...

Ummm, pero mi lector me lee, y mi lector tiene mano, y su mano es intrépida, y la aventura llama al coño. Te animo, entonces, a que la incites a irse contigo, y en el mismo momento y con la otra mano, aprietes su pubis con firmeza con la palma de la mano de modo en que entre tu dedo cubierto por el cuerpo de tu hembra y tu mano que apisona quede la carne de su monte de Venus dispuesta a ser regada.

Suerte, y bebe un trago a mi salud.

De cualquier forma, a mí me da lo mismo.

Ya sabes que lo tengo.

Hace dos jueves salí sola

Hace dos jueves salí sola, como todos los jueves. Antes de eso me había duchado y me había corrido, había recortado los pelitos sobrantes, había elegido unas bragas de encaje, unas medias de red, una faldita negra de látex y un corpiño negro con lazos de satén en rosa, como una cabaretera postmoderna fugada del Moulin Rouge.


Las francesas, con fama de guarras en dos de sus más conocidas acepciones, saben de perfumes y es por eso que desde hace años sigo el consejo que Pauline Réage ponía en boca de O en su Historia. Me perfumo tres veces, dejándolo secar cada vez. Claro que el perfume lo dejo para según que eventos familiares, y si lo que quiero es salir a matar, lo sustituyo por el perfume de hembra que despide mi cuerpo, y unto con las feromonas de mi corrida el cuello, la parte trasera de las orejas y ligeramente las clavículas.


Lo hice, y me enfundé las bragas, la falda, el corpiño, y unos tacones de charol. Me solté el pelo y me pegué unas pestañas postizas. Carmín en los labios y unas esposas en el bolso.


Cuando una tiene Dueño en el corazón, aunque todo este roto cuesta correr a la batalla a pecho descubierto. Por eso, y aunque se me cayera el mundo, no dejé mi alma estancada en el lodo puro de la mierda que me ahoga y salí, disfrazada de zorra insufrible, a comerme la noche de mi ciudad al ritmo de Lady GaGa y a comerme la energía del primer incauto que pensara tenerlo fácil.


Y es que somos eso, máscaras. La palabra personalidad deriva del griego prósopon, máscara. Aquellas caretas trágicas o cómicas que se ponían los actores modelando todo su ser a un papel elegido, aceptado, e interpretado. La personalidad es eso, una máscara, y la supervivencia consiste en encajarse la más oportuna como sea, como se encajan las putas secas las pollas que pagan billetes por el culo. Con decisión, lubricante y algún que otro sufrimiento.


Hace dos jueves salí sola y seguí el recorrido habitual. El primer bar, de gays, sirvió para arruinar mi sangre del vodka suficiente como para resultar vulnerable. Hay hombres tan cobardes que nunca rozarían un cabello de una hembra como yo si no está o aparenta estar borracha. Un párpado caído, el aliento etílico y un balanceo extremo en lo tacones es suficiente.


Al segundo bar, de heteros pijos en la zona pija, de treinta y muchos y cuarenta y pocos, casados aburridos, puteros empedernidos, simplemente desesperados o supuestos reyes del Mambo con camiseta Armani y cuatro horas de gimnasio, llegué sola y caminé despacio hasta el fondo, para besar en los labios al Dj gay que me adora y a la gogó hetero que adoro.


El jefe me sacó el vaso de siempre y el Dj me puso a Madonna.


Entonces, de entre todos los cobardes con un festival de ímpetu en las pelotas, uno se acercó:


-¿Tienes un cigarro?

-¿Y tú tienes farlopa?

-Claro, vamos.


Entramos al baño y puse dos tiros agachada sobre la taza del váter. Le enseñé a propósito las bragas y su desconcierto me hacía gracia. Estuve tentada de dejarle marchar. Se llamaba Pep y era catalán. Feo y calvo con buen tipo y mala cara.


-No sé si puedo besarte…

-No sé Pep, ¿te atreves a jugar?


Creyó que le dejaba besarme y le aparté la cara con cierta fuerza. Empecé a acariciarle el cuerpo bajo la camiseta, le di la vuelta y lo apoyé contra la pared. Acaricié su culo, le lamí el cuello… desabroché la bragueta y apareció, de golpe, una polla de risa, muy larga como para ser cómoda y muy fina como para ser placentera. No me importó; a fin de cuentas me estaba divirtiendo.


Saqué las esposas del bolso y antes de que se diera cuenta tenía las manos juntas a la espalda. Puse a Pep frente a mí en el baño minúsculo, bien apoyado contra la pared, escupí en su polla cómica, le puse un condón y le di la espalda. Me penetré en un solo gesto y, apoyándome con las manos en la pared contraria, me lo follé como una psicópata dándole bien fuerte con el culo contra la pared. Le escuché correrse y diez segundos después me iba yo.


-¿Te ha gustado, Pep?

-Sí puta, vamos a mi hotel que te voy a follar contra todos los muebles como nunca te han follado, te voy a dar lo tuyo, zorrita.


Me reí. Me reí coqueta agitando mis pestañas rizadas de plástico, acaricié su pecho y me acerqué.


-Creía que te habías dado cuenta de que hoy la puta eres tú.


Lo empujé contra la taza, cogí sus gramos del bolsillo y me los metí en las bragas. No recuerdo ya qué obscenidades le dije mientras lloraba y me insultaba, sólo sé que fueron tres dedos en un culo virgen y que la mierda catalana huele igual que la euskaldun. Sangraba por el culo como una loba herida y tiraba mierda como un niño acojonado.


Paré cuando me dolía la muñeca, salí y me lavé la mano recreándome con satisfacción en el frescor del agua.


Después me acerqué a la barra y le di al jefe las llaves de las esposas y un gramo.


-Ve al baño, vuelvo el próximo jueves.


Me besó en la frente como hace siempre porque su encantadora mujer es muy celosa, además de muy hetero (imposible embaucarla…) y llamé a Esteban, a mi Tito Esteban, para seguir la fiesta en otro lado con las bragas llenas de polvo mágico y el alma llena de polvo trágico.



Si lo tuviera.





Si yo tuviera un pene me quitaría dos costillas como dicen que hizo el que no lo hizo para autofelarme y autolefarme siempre que quisiera.


Me correría en una cubitera para cortar y refrescar mis cortados de verano de una misma vez.


Si tuviera un pene y pudiera eyacular, lo haría en la cara de todos los chuloputas que creen que un chorro de esperma supone humillación alguna. Les haría amar como perras entregadas mi corrida de Vendetta.


Si tuviera una polla erecta profanaría culos y bocas para ofrecer después mi culo y mi boca. Sería tan egoísta como generosa.


También tendría unos huevos con los que asfixiarte la boca.


Si tuviera un pene me pondría un lacito en el prepucio para lanzarlo contra tu ojo derecho cuando tus perrerías me llenasen la polla de sangre.


Lo llevaría por fuera de la bragueta para que todos pudieran ver que lo tengo y me tatuaría tu nombre a lo largo para verlo crecer cuando creciera mi Ego.


Le haría una foto y la pondría en mi carpeta entre la cara de Madonna y el cigarrillo de Uma Thurman, justo debajo de la pelvis de Elvis.


Con mi pene dirigiría mejor el chorro de orina que te gusta que te regale en la cara, y guardaría una gota en mi pellejo por si te entrara la sed más tarde.


Si tuviera un pene, tan bello como el tuyo, tan varonil y tan potente, gozaría de ser Dios durante 6 días, creando y destruyendo como los dioses hacen, y el séptimo día descansaría.


Tendría una buena polla y descansaría al séptimo cortándola, dándosela de juguete a mi gato Johann Sebastian Bach y me haría una raja donde sangrara su base.

De la belleza y la herejía.

Cuando todas las demás lo desarrollaron el mío decidió guardar presencia y espíritu de niña. No me colgaron los labios y mis torturas masoquistas se complicaban a la hora de agarrar la carne con pinzas. Cuando me excito no hay pared de contención alguna y el líquido me va regando las ingles, y fluye a la rodilla o al ombligo según la postura en que mi Vicio se postre.

Panta rei, dirían los latinos.

Veo esta foto, oscura y coqueta, virginal y guerrera como toda yo y me pregunto sobre lo soez, lo chabacano, sobre el mal gusto y el erotismo perdido por el exceso explícito.

Y me pregunto.

¿Dónde está el mal gusto?

Me resulta más burdo haberme puesto en el coño un coletero de plástico del H&M que quiere imitar a una orquídea careciendo de su olor, de sus esporas, su polen y su vida, de su esplendor que será marchito; infinitamente más burdo que haber enfocado un ojo electrónico hacia la unión de mis piernas.

Creo que es bello a pesar de todo. Tiene un lunar, un manantial, el olor de alguna fruta que fue expulsada del paraíso, es cuna de muerte de millones de fecundadores de vida y será túnel de vida cuando en el campo de muerte alguno encuentre Gloria.

Es natural, bello y mío.

Con él nací y el se arrugará conmigo.

Me hace tiritar y hace que tiriten.

Es bello.

Qué burdo es. Qué herejía al Arte haber querido excusarlo poniendo una orquídea que ni siquiera existió.

Justificar a ambos lados

Una historia de (poco) amor.


Mi primer orgasmo me sorprendió jugando a los ocho años y fue por roce, así que supongo que cuando era niña el clítoris me funcionaba como a las mujeres. Los siguientes también fueron así. Escasos, pero fueron. Solía estamparme entre labio y labio con cualquier protuberancia que encontrara. Me dejaba resbalar con el vestido levantado y unas braguitas de algodón por cualquier barandilla; también los barrotes del balcón de la casa en que vivíamos, con diseño de forja retorcida, me servían a mis placeres de niña sexuada y sexual. Recuerdo, sin embargo, qué saliente era el que prefería mi valle. Los domingos en mi casa eran de monte, y en el monte hay árboles, y en los árboles hay nudos, y en los nudos dura corteza, y en la dura corteza, una braga infantil rasgada.


Cuando me empecé a masturbar desde la consciencia tenía once años y no olvidaré aquella primera noche. Extremo y duro. Fueron cuatro dedos los que cupieron. Extrema y pura.


En aquel momento era yo aún más ignorante que ahora y no sabía ni que existiera un clítoris. Sabía, por haberlo visto, que follar consistía en meter. Y había notado, por haberlo oído, que a los mayores les resultaba placentero (a la vista de un niño, un festival de gemidos puede ser más terrorífico que otra cosa… pero yo tenía comentarios precisos sobre tal goce. Tengo hermana mayor).


Aquellos cuatro dedos fueron placenteros no por la penetración en sí, que resultó ser una labor de tenacidad y contorsionismo. Era una cuestión de morbo. Creo que ese fue el preciso instante en que comencé a pervertirme, transcendiendo del placer corporal en sí que supone el sexo hacia el paraíso de la asociación sexual, tan polimórfico, polivalente. Infinito.


Después fui perfeccionando la técnica y antes de que el Señor Verde me robara la virginidad ya había descubierto yo, sin saberlo, el famoso punto G y otro punto de localización geográfica más cercana que desconozco si es común a más mujeres y qué letra lleva por nombre en caso de ser así.


Fui, por tanto, corriéndome como una perra ansiosa cada noche en mi habitación rosa chicle con cama de 90. Y llegado el momento, a los trece años, el Señor Verde quiso partirme el virgo (que físicamente, por cierto, debió de desaparecer en algún momento previo) y así obró, desatando en mí la locura de la pérdida de la Decencia y por tanto el nada más que perder. Caía en los brazos de mis Humberts Humberts y en otros menos afortunados. Además de en sus brazos, caía también en sus pollas. Al contrario que hoy, me veían por entonces delicada y era yo la que, literal, caía. Agarraba sus pollas de fuego y me dejaba caer encima. De un solo gesto ya estaba mi carne rellena. Y después, ya sólo pedía más y más fuerte. Penetración vikinga fue el nombre que puso a mi máximo anhelo sexual un Humbert de aquellos, que me llamaba Walkyria porque recogía, rubia y rotunda, a los guerreros heridos para llevarlos a algún Walhalla.


Ninguno de ellos me enseñó jamás lo que era un clítoris.


A la edad en que mi grupo de amigas empezó a descubrir el sexo, todas comprábamos revistas para adolescentes y preguntábamos, con mayor o menor fortuna, a algún adulto de confianza. Ya crecimos y yo me esforcé por superar dos frustraciones que me separan de mi idea de una Mujer Realizada. A día de hoy he dejado el empeño por arrancarme un orgasmo de esa bolita puta diminuta… y lo de estirarme los labios lo sigo intentando.


Espero que mi curioso lector quede satisfecho con la Historia de mi Fracaso. Lo que ocurre con las Fracasadas es que enseñamos los colmillos. De cualquier forma, somos lo que somos también gracias a ellos.


Un mordisco en tu fracaso personal, con amor,


Deborah Dora.



Me lo contó una puta.



Hablaba de las burbujitas mitológicas que me haría la sirena, pre y post cunnilingus subacuático, inspirada por cierta práctica que llevo disfrutando desde hace algún tiempo (y cuya realización en el medio líquido, léase agua o kalimotxo, tendría burbujas en su show).

Me lo contó una puta catalana muy curiosa; hablaba más que follaba, fumaba más que hablaba y era muy gorda, exageradamente gorda, sin tener un gramo de celulitis. Su culo era un espectáculo de masa, inmenso, inagotable pero insultantemente terso. Lo azoté hasta que no pudo más mi mano y lo mordí hasta que se me adormeció la mandíbula. Todo era grotesco, y por ese mismo motivo no paraba yo de mojar muslos propios, ajenos y sábanas de alquiler.

Me lo contó una puta en uno de esos momentos en que hablaba y fumaba en vez de ganarse los 150 euros que su culo extraterrestre valían para el chulo que la explotaba.

-Tengo un cliente que me hace pedorretas en el clítoris y me vuelvo tan loca que pierdo hasta la noción del tiempo.

En su caso, perder la noción del tiempo suponía perder dinero y ganarse una buena bronca, pero en el mío, poco amiga de mi clítoris desde que descubrí que tenía tal cosa, suponía una nueva oportunidad para el goce de mi femineidad fracasada.

Había por allí un maromo que solía follarme habitualmente y se lo dije.

-Hazme pedorretas en el coño.
-¿Qué te haga qué?
-Pedorretas en el coño. Lo mismo que le haces en la barriga a tus hijas pero justo encima de mi clítoris de mierda. Venga.
-¿Ya has estado follándote a otro? O es que has pasado la noche leyendo cerdadas.
-Que me hagas pedorretas en el coño.

Tuve que cogerle de los rizos y hundirle la cara entre mis piernas porque no acababa de reaccionar. Nunca fue de los de obedecer, o al menos no conmigo, aunque le conocí de rodillas pidiendo que le mearan los huevos.

Me hizo, por fin, aquello que le pedía y no me hizo perder noción alguna, pero me gustó. Y dado que mi clítoris es el peor enemigo que tengo dentro de las fronteras de mi mismo cuerpo os aseguro que no es poco.

Por supuesto, las siguientes veces que logré atrapar una presa hembra y arrastrarla a mis fauces de Deborah Dora devoradora de coños, hice siempre pedorretas con mayor o menor éxito. Gusta siempre, pero algunas pierden la noción (no de tiempo, si no de situación) y se ponen a reír, como si su padre les hiciera pedorretas en la barriga, mostrándose ante mí como niñas de espíritu, retorciéndose jugosas con su exceso de maquillaje y su déficit de vello púbico. Dejo de mirar sus caras pintadas y sus pechos abruptos y me revuelco, una y otra y otra vez, con toda mi cara en su coño de falsa virgen, en su risa de bella púber, y siento como se desliza, abundante como siempre, mi savia hacia su muslo.

Paso 2 - Tras la cata, la presa en la garganta.

Devorar (del lat. devorare).1. Dicho de un animal: comer su presa.


Parece sencillo, pero la ingesta ansiosa (creo indiscutible que en devorar domina el ansia) se sujeta más a la presa que a las fauces. Imagina: es tan diferente devorar una sopa sorbiendo con toda la fuerza del pecho, o succionar un espagueti con el tenso y preciso fruncido de labios, tan diferente a llenarse la boca al trabajar un buen trozo de solomillo –poco hecho, por favor, que suelte el jugo- o a entretenerse en el sabor explosivo de una cereza en la boca.


La acepción cuatro de la RAE para ansia equipara ésta a anhelo, y entonces puede entenderse mejor como el ansia siempre está presente al devorar, aunque esté contenida. Yo nunca fui una chica de buena educación y siempre preferí perderme en los manjares… y ayudarme de los dedos.


Creo que todas las niñas hemos querido ser sirenas (además de princesas, de Madonna, de bailarina erótica, de mamá para acostarnos con papá, de niño con pilila y de Hannah Montana las más modernas). Un día mi tío me dijo, ya de mayor, que no entendía el atractivo de la sirena si no tiene coño y huele a pescado. Ya contaba lo mío con el olor en la presentación de mis intenciones, y por la otra parte, bien es cierto que no podría vivir siendo bella (todas las sirenas lo son) y sin coño pues el único sentido que le veo a la belleza es el recibir un batallón de penetraciones vikingas al menor descuido.


Desde entonces, ya de mayor como digo, lo que quiero es tener una novia sirena. Con los pechos enmarcados en coral y una cola que huela a pescado, que sepa cantar y envolverme en su melena, y sobre todo, que me pueda hacer mamadas subacuáticas y dirigir burbujitas a mi clítoris.


La parte más desagradable (¿o era la agradable?... me pierdo siempre por estar Perdida) la obviaron los de Disney: las sirenas, tras el cortejo del canto, devoraban a los marineros entre los arrecifes en una angustiosa muerte demoníaca.


En mi caso no hay peligro. Domino el bondage japonés y no temo a las espinas.


Bon appétit,


Deborah Dora.