De hacer caja y que no salgan las cuentas.




Me he follado a chicas y chicos vírgenes, a casados y solteros, casadas y solteras, a viejos, viejas y jóvenes, Dominantes y sumisos de ambos sexos, a eyaculadores precoces, a impotentes drogados con coca, a ebrios, ebrias, sobrios y sobrias, a padres y madres, a tipos con melena, a otros calvos, a lesbianas femeninas y masculinas, a putas de pago y golfas amateur, a hombres vestidos de mujeres, a tías con los zapatos puestos, a genitales depilados y con pelo, a idotas e inteligentes, guapos, guapas, feos e incluso feas, a personas que he amado y muchas otras que he odiado, he follado previo pago y también por compasión, he follado en Eukal Herria, España y en el extranjero, me han follado, me he tirado a una tía anorgásmica y a un hombre que no pudo jamás correrse en mi presencia, he follado culos masculinos con un arnés de color rosa y a Guardias Civiles, también a abertzales, bisexuales, pervertidos, pervertidas y mojigatos con pene o con vagina, durante mucho rato o a polvos rápidos, con prisas, con pausas, he follado con condones y sin ellos, a amigos, amigas, enemigos y enemigas, con amor y sin amor, con ganas y sin ellas, a pobres y ricos, por delante, por detrás y por la boca, me follaron el sobaco y ambas ingles, bajo techo y bajo luna, despierta y dormida, lubricada y seca, drogada y serena, feliz y amargada, saciada e insaciable, he copulado con famosos y anónimos, recordadas y olvidados, maxiclítoris y minipollas, superpollas y miniclítoris.

Me falta un cura. Una monja. Un político legalizado. Un transexual. Un hermafrodita. Un animal no humano. Una niña. Un profesor o profesora. Una oriental. Un árabe terrorista. Un suicida. Un inocente.

Y a alguien que me ame.

Dios no contaba con los cirujanos: el fracaso de la Destrucción y el fetiche de lo hereje.

Scar. Ese era el nombre que le pusieron al tío malo del Rey León. Claro, era pérfido y tenía una cicatriz que le marcaba la cara. Mientras todos los niños lloraban la muerte de Mufasa, yo sentía un picorcillo en el coño y algo similar a las ganas de hacer pis con mis ocho años, en aquella suave butaca que acariciaba las ingles custodias de mi virginidad ridículamente física.


Pocos meses después, y en otras circunstancias que hoy no vienen a cuento, tuve mi primer orgasmo. Pero ya en ese momento me tocaba, arrancando placeres lineales de tinte infantil. Durante un tiempo indefinido tras ver la película, mis fantasías me ubicaban en un marco de naturaleza idílica y oscura. Yo estaba desnuda y mi coño hinchado, picante y previo a la orina, tal y como lo había sentido en el cine. El león sobre mí, y yo arañaba su marca, la abría y empujaba con el dedo dentro de la yaga, que sangraba, y él aullaba y me mordía, arrancándome la carne, magullándome hasta el hueso.


Ya más crecida, con las tetas y el culo gordo, vinieron ellos. Scarface y su puto poder, que tenía un precio mucho más bajo que mi lubricidad por su cara maltratada. Especialista Mike, su coche a prueba de muerte y su fetichismo de pies. Y unos cuantos amantes de carne y hueso, con el hueso oculto y la carne recosida a mi vista enferma. Contaba cada punto de costura, e imaginaba mientras me los follaba como una zorra común cómo sería su carne abierta, entrada a un mundo tangible de gelatina, nervios y sangre. Su belleza interior. Su real atractivo. Mientras me los follaba como una perra al uso, ellos ignoraban que lo que yo deseaba mientras lamía como una gatita emputecida de lo más cotidiano sus pezoncillos abruptos era en realidad arrancárselos a mordiscos, llenarme la boca de piel y hierro para después enfundarme unas medias blancas de liga y jugar a las enfermeras cachondas, pero con hilo y aguja.


Después están las obras de la cirugía. Follarse a una puta de pecho de plástico y reírse del escarnio de unas tetas estigmatizadas como una vaca que quiso salirse del cerco y sufrió el desgarro de una valla erizada. O esa belleza minimalista de las tetas operadas de alta alcurnia con sus costuritas pezoneras tan delicadas.


Y las pollas. Esas pollas enfermas de fimosis condenadas a sufrir el aburrimiento del modelo perpetuo sin capota. Con sus líneas pequeñas, limpias, blanquecinas. Como las tendría una Polla Santa.


Pese a todo, ninguna cicatriz de quirófano puede equipararse al encanto de una cesárea. El alien reventado por la tripa, como revientan los aliens. Desgarrando la carne, explotando entre líquido amniótico viscoso. Obligado el bebé a renunciar al sueño de ver la luz a través del conducto más perfecto de cualquiera que exista, un coño dilatado, sangrante y dolorido. Renunciando la madre al placer de expulsar una vida a través de la vía más placentera que tiene en su cuerpo, plasmando en la piel de su hijo el olor de la sangre y la vagina, llenando de Pecado el alma inocente del niño que de morir en el parto no conocerá Cielo y sufrirá Purgatorio porque un Páter no ha podido tirar su agua bendita en su calva y su aliento etílico en su cara. Esa cicatriz es la huella misma del fracaso femenino y la negación de la naturaleza. Por eso es terriblemente bella, porque en ella están escritas demasiadas frustraciones que hubieran acabado, en otra época, con al menos una muerte segura. Y puede que dos. Y yo siempre estoy del lado de los renegados de Dios. Y lamería cesáreas hasta que mi lengua necesitara también de un remendado.



Puta y soez.

Soez.

1.adj. Bajo, grosero, indigno, vil.






Ciertamente.

Es todo eso.

La boca que habla de sexo no se equilibra sobre delicadas metáforas que comparan coños con flores y pollas con breas, y llaman amor a lo que es pasión y eternidad a lo efímero. A lo que muere con el cese de los espasmos vaginales y la última gota de semen por derramar.

Pero es bello para la literatura. La literatura es bella cuando es fina. Aunque haya mucho que lijar para que una polla venosa que palpita y resbala quepa en la raja demasiado estrecha de la literatura erótica cool, que encierra los deseos entre varillas de acero de eufemismos tan ridículos como las vidas sexuales de sus frustrados (y frustrantes) autores.

El sexo es también arte, y los ruegos en urgencia sexual que escupen las bocas de los amantes son soeces. Y deben serlo. Es la literatura del cuerpo.

El poema nace cuando se me desbordan las bragas, y el hilo de los versos va bajando al ritmo que marca el deslizar de mi flujo a lo largo del muslo. La rima de la zorra la cierra un “dame con la porra”. Y si el poema se alarga, el lector se aletarga. Su respiración, como la mía, al principio profunda y, a medida que la cosa avanza, con urgencia hasta el techo el gemido se avalanza. Se abren los ojos, los ojetes, en cada entrada una polla barema si su ancla penetrará en la tierra. Ya en la trama, las princesas despeinadas ensalivan culos que oscurecen con el rimel corrido de sus pestañas sudadas. Y al final del poema, que en el lector es la lágrima, el artista recibe una lluvia caliente en la cara.

Adoro mirar como pronuncias el PU TA. No quiero perderme como se te llena la boca cuando me suplicas –dame más, PU TA-, la forma en que se te hincha la polla cuando saboreas el nombre de PU TA que quieres ponerme. Umm… y qué placeres hay en los estigmas.

Me gusta tragar polla con ansia de furcia (yo no acaricio con mis suaves labios un tótem de fuego) y que resbale mi exceso de baba hacia unos huevos y un culo que no pienso perderme porque deje de ser romántico profanar el territorio homófobo de cualquier ejemplar macho gilipollas al uso.

Y qué si no se puede. Y qué si no hay literatura que quiera recoger la realidad de una mente enferma en su mundo febril.

Soy grosera, salvaje, perversa, animal, hereje, fatídica, extensa. Y cuando follo, que es lo que hago con mi sexo siempre que no estoy haciendo el amor, soy artista. Porque puede que yo no haga literatura con letra.

Pero hago arte con lo que les robo de lefa.

Es oscuro y estriado.




Metes el dedo y notas de inmediato su resistencia. Poco importa lo que lo hayas lamido antes, poco importa la saliva que hayas deslizado directamente, como un hilo de vicio, desde tus labios fruncidos hasta el centro mismo de su negrura. Cuando vas a meter el dedo, su reflejo aprieta. Y yo me excito más, claro, porque la resistencia es la inútil contención de una fuerza que no entiende de control alguno.


Empujas un poquito más y su anillo afloja levemente. Algunos culos, los más miedosos, parpadean en su tensión como las princesitas de los cuentos. Allí adentro se está más bien seco y muy rugoso. Y a veces hay sorpresas oscuras e irregulares que, en mi caso, no suponen ningún trauma.


El cerebro que domina al culo puede mandar orden a la garganta para quejarse, o maullar, o gemir. El cerebro que domina al dedo intrusivo sólo ordena seguir, y mojar, y desear, y morder, y azotar.


Cuando se empieza a meter el dedito, la situación se tiñe de una callada tensión, de calma y control aparente… pero es fugaz el engaño y pronto se desborda el pantano y se desbocan los caballos y llora el niño Jesús. Es entonces cuando me da lo mismo uno, que dos, que tres, y penetro el culo ya con toda mesura olvidada, y busco su muslo para frotarme lo que ya me quema, y le agarro del cuello para acercarme a su boca y besarle hasta el fondo y morderle los labios.


Suelo correrme así.


Después recupero una pizca de cordura y de nuevo detrás, siendo espectadora a dos centímetros de mi obra perversa de amor mancillado, deshago el camino andado y siento a la contra la rugosidad interna de un culo abusado. Se me eriza la piel y siento a Dios besándome la nuca. Salgo del todo de ese cuerpo que ha sido mío y queda su entrada rendida, abandonada, cedida por mí, derrotada en mi guerra.


Me invade la ternura, claro. El perdedor siempre es digno de lástima durante cualquier batalla de cualquier Historia.


Lo lamo y acaricio sin apartar de su orgullo herido mi vista hipócritamente compasiva. Penetro con mi lengua a lo más profundo de su tierra conquistada y esparzo mi cariño escupiendo frescor de saliva.


Y ya, después de haberme recreado en mi malsana victoria, busco los ojos del ser que conforma el resto del cuerpo y voy pensando una excusa.

O una novia.


Quiero una novia joven, muy joven, que no haya manchado sus bragas con demasiadas menstruaciones. La quiero débil, muy débil, que llore con los pastelazos del celuloide yanki y todas las veces que la insulte o la maltrate.


Quiero una novia estúpida; lo suficiente para que no conjure como una mujer. Y que sea muy buena y complaciente, no dejando nunca un ojete sin lamer. La quiero con los pechos duros, tiesos y diminutos. Con los pezones rosas y saltones para morderlos y teñirlos de carmín, y que chille y se retuerza.


Quiero una novia que no sepa andar en tacones y me envidie por ello. Quiero que se frustre por mí. Que me busque y me suplique. Sus bragas siempre serían diminutas y estampadas con motivos infantiles. Su pubis, ni calvo ni espeso, tendría la justa capa de grasa para no abrirme la frente cuando la penetrara con mi lengua como una perra asalvajada.


Mi novia tendría que ser forzada siempre para follármela. Quiero su resistencia. Luego gozaría como una puta adulta y después lloraría y se sentiría sucia. Yo limpiaría la suciedad de su alma lamiéndole los párpados llorosos y susurrándole falacias del siglo XVIII. Luego la prestaría a cualquier amante.


Le gustarían los peluches tanto como a mí y me dejaría ponerle trencitas y zapatos de charol. La vendería cada viernes en un anuncio del periódico local por 300 euros y compraría gominolas y aceites perfumados para untarla de jazmín y hacerla resbalar entre mis muslos.


Ella nunca diría que sí y tampoco que no. Me miraría fijamente y me acariciaría con la punta de sus deditos de uñas limpias muy recortadas. Hurgaría en mi rajita con una curiosidad casi sacra, pero le babearía el coño mientras tanto.


Y se pondría unas alitas de hada para corretear desnuda por el pasillo de mi casa.


Y si nada de esto pudiera ser, me conformo con una novia cualquiera que me permita que la folle y la joda.


Quiero un novio.


Quiero un novio viejo, muy viejo, con mucho dinero y una polla extremadamente gorda. Quiero que casque pronto y me deje una buena herencia para alquilar todas las putas que me apetezcan lo que me quede de vida, y que mientras dure vivo tome viagra para cincelarme día y noche con su polla gorda y arrugada hasta el día en que le colapse el corazón.


Quiero que sea viejo para estirarle de los pellejos cuando llego al orgasmo y para que me desee más que ninguno. A los viejos les gustamos las jóvenes grasientas y rollizas. Quiero que cuide de mi barriguita sacándome a cenar todas las noches a los mejores restaurantes, que presuma de mí y me adorne con diamantes y vestidos de alta costura, que compre Manolos para mis pies y cientos de peluches para decorar mi habitación.


Quiero que me lleve a la peluquería una vez a la semana y que compre un eunuco para que me vigile mientras juega al mus con sus amigos. Un eunuco que sepa hacer la pedicura y entre la lima y el esmalte me coma, uno por uno, todos los deditos de mis pies.


Quiero que me exhiba delante de sus amigos, y me haga mamar sus pollas muertas. Quiero que me azote cuando me descubra drogada y que me mire mientras me baño.


Mi viejo tendría que dejarme traer a dormir a mis amiguitas y jugar con ellas hasta caer dormidas. Tendría que leerme en la cama las noches que pasáramos a solas las obras completas de Edgar Alan Poe y las de Sade. Antes de lamerme el coño.


Me compraría muchos perros y gatitos que cuidarían las golfas del servicio; tendrían que ser obligatoriamente golfas. Ellas cobrarían su sueldo a cambio de atender la casa y dejar que les metiese mano por debajo de sus bragas de algodón mientras me bebo una botella de vodka ruso y escucho Cannibal Corpse.


Quiero que mi viejo se mee y se cague encima para poder torturarle todos los días hasta la muerte reprendiéndole como a los perros. Metería su hocico en la mierda. Esto no se hace.


Me haría con su semen unos cuantos fetos, todos hembras. Abortaría los varones. Así podría disfrutar con ellas de los millones de mi viudedad y podría vestirlas con tutús rosas y grandes lazos en las coletas. Las alimentaría bien para que creciesen gorditas, las educaría en la supremacía femenina, en el lesbianismo y en el libertinaje sexual y me las follaría en la primera menstruación de cada una.


Y si nada de esto pudiera ser, me conformo con un novio cualquiera que me folle y no me joda.



La soportable pesadez del ser. (II)

Se le ocurrió que existía una manera de escapar de la condena que veía en las infidelidades de Tomás: ¡que la lleve consigo!, ¡que la lleve cuando vaya a ver a sus amantes! Quizás ésa sea la manera de convertir otra vez a su cuerpo en el primero y único de todos. El cuerpo de ella se volvería un alter ego de él, su ayudante y su asistente.

<Yo te desnudaré, te lavaré en el baño y después te las traeré>, le susurraba mientras estaban abrazados. Deseaba que se convirtieran en un ser hermafrodita y que los cuerpos de las demás mujeres fuesen su juguete compartido.


Milan Kundera. La insoportable levedad del ser.



Antes de que nos enamoráramos (o yo me enamorara, porque decididamente, jamás asumiré suposiciones ajenas) yo era una profesional del erotismo y él un hombre casado de esos que se escudan en el aburrimiento para ir sembrando esperma en otros campos. Así que vino, tuve un flechazo, pagó, hice mi trabajo con enorme placer, se fue y me busqué la vida para encontrarlo.


En contra de todo pronóstico, la historia acabó transcendiendo de lo originariamente sexual a un plano más sentimental (con el sexo, siempre, como eje principal de cualquier unión entre nosotros). Y de ahí nacieron mis celos, de primeriza enamorada, temerosa de que sus caprichos le llevasen a otro cuerpo y que me arrebataran algo…


Freno. ¿Arrebatarme qué?


¿Puede alguien arrebatarme algo que no me pertenece?


Y de cualquier forma, qué gano con atarlo. Reprimirlo sólo sería ir enamorándome de una idea irreal que nada tiene que ver con la res extensa en la que proyecto mi amor.


En este tiempo ha buscado fuera y yo, claro, me he enterado. Al decírselo también evidencié las maneras a través de las que le dejé con el culo y la erección al aire, así que en caso de que siga haciendo lo mismo se habrá corregido y no podré cazarle. Ni ganas tengo, ya.


Por eso pensé como la Teresa de Kundera en el texto que recojo arriba, mucho antes de leer el libro. Pensé así y yo misma fui la que busqué y encontré campos de juego donde él pudiera dar pataditas a cuantos balones se presentasen. Y así, de paso, yo también clavo mis rodillas en el césped para celebrar con la boca abierta y la saliva abundante, cualquier gol que encaje en una portería contraria.


Y nos va mejor, yo creo. Ya hemos profanado el amor hasta tal punto que, podrido en la miseria, no se queja entre escenitas de celos absurdas.


Y yo gozo como las perras mientras olvido a golpes de polla lo que tenga que olvidar, y luego, llena de lefa amarga palpitándome en la lengua, sólo me pregunto (y sólo a veces) cuántas maniobras me harán ganar batallas, y cuántas batallas hay que ganar para ganar una guerra.

Hoy es la noche previa a mañana.




Mañana (que ya es hoy) miércoles día nueve del nueve de dosmilnueve, si todo sale según mis planes, el que es el amor de mi vida actual y algo así como mi pareja, va a comerse una polla. También un XY le comerá la polla, pero eso es menos trágico porque una boca que traga es una boca que traga. Pero él es un hetero con inquietudes, o hetero morboso, o vete a saber tú cómo clasificar hoy, en plena libertad sexual (o eso se intenta) los mil matices de todas las tendencias.

Pero se la va a comer. Eso si mi elegido no me deja colgada, cosa que dudo porque es un bisexual con experiencia y seriedad. Y veinte centímetros de rabo.

Sabe mi hombre que le cito en un precioso hotel de la ciudad con vistas al precioso museo de la ciudad para hacer alguna cosa íntima que requiera de intimidad. Es decir, procurar que las dos partes (nosotros y él) tengamos garantizada la máxima discreción para comprometer lo menos posible de nuestras vidas reales.

Y nada más.

Por supuesto, si le voy a hacer tragarse un rabo (y tal vez follarse un culo XY, que es un culo a fin de cuentas) es porque tengo evidencias de que, al menos, fantasea con ello. Sin embargo, no será la primera vez que ponemos en práctica una fantasía de una parte de la pareja y no funciona. Muchas veces la vida real es lejana a la fantasía, y la fantasía, muy caprichosa. Por eso la única forma de saber si sí o si no es tirarse a la piscina y ver si se sale a flote. Y si no gusta, no pasa nada. En este caso concreto, yo me lo follo mientras él se pajea y una espinita que se puede tirar a la hoguera.

A estas horas ya estoy nerviosa, mirando el cajón de las bragas pensando en las ideales para la cita, tocando los lubricantes, pintándome las uñas y mastubándome compulsivamente. Tengo miedo también a que se decida por la avenida de enfrente. Si le gusta, es un mundo nuevo para él. Descubrir un mundo nuevo a los cuarenta pasados promete, cuanto menos.

Pese a todo, estoy excitada y orgullosa por ayudarle a ser quién es, sin condiciones, límites, ni moralidades, que descubra a mi lado lo que siempre se ha negado (no hablo sólo de los rabos, he conseguido llevarle a través de sí mismo por otras muchas bellas sendas, sexuales o no). La situación me va a resultar morbosa, salvaje y diferente. Planeo mi primera doble penetración con dos miembros de materia orgánica acompañada de mi amor y un pene supletorio de veinte centímetros.

Mientras voy dilatándome... intuyo que esta noche no podré dormir.

Podré soñar.

Le digo que le amo.




Le digo que le amo cuando me gotean los ojos y me explota la barriga por intentar metérmela aún más profunda en la garganta. También cuando arranco uno por uno los pelos de mi pubis con una pinza y mucha paciencia, queriendo dejar la forma y cantidad que a él le resulta bella. Cuando me pide que apoye el pecho contra el suelo y eleve el culo hacia el techo, que agarre cada nalga con cada mano y estire de ellas para poder verme el culo abierto antes de rompérmelo, y yo lo hago, ceremoniosa y plácida, aunque el esfínter se resienta por la obediencia de mis manos y los hombros tiemblen, doloridos, contra el suelo.

Cuando me dice si le amo, yo le digo que le amo; cuando me pregunta qué haría por él y yo le contesto que todo, y él insiste, y le contesto que todo, y me agarra del cuello asfixiándome mientras me pregunta si le dejaría matarme y yo le digo que sí con la voz quebrada y la cara en púrpura; cuando me suelta y no me hubiera importando que hubiera seguido, le digo también que le amo.

Le digo que le amo cuando me follo a su orden a lo que me mande, joven o viejo, limpio o sucio, apetecible o repugnante, macho o hembra o híbrido, mirándole a los ojos o tocando su mano o llevando mi mente a su cuerpo. También se lo digo cuando soy yo la que mira como se excita con otra carne que no es la mía. Cuando le consiento. Cuando me subyugo. Le digo que le amo.

Se lo digo siempre que voy haciendo pedacitos todos los principios de heroína postmoderna que tenía, mujer del XXI, liberada y libertina. Cada vez que recojo esos trocitos pancartistas de filosofía cotidiana y los tiro por el váter después de haberles meado encima le digo que le amo.

Y es que le amo, perra y entregada, animal sin escrúpulos, ¿patológica? ...

Sí.

¿Me importa?

No.

Ya decía aquel aquello de la Razón y el Corazón y sus razones que ni Dios entiende.

Telepichadígame, ¿en qué puedo ayudarle?

El ring-ring de la línea timofónica y el chof-chof de mi cho-cho hambriento salivante.


-Telepichadígame, ¿en qué puedo ayudarle?

-Buenas tardes, quería un pedido a domilicio.

-Muy bien Señorita, tomo nota.

-¿Hay alguna promoción?

-Pidiendo dos medianas, la de menor importe le sale a mitad de precio. O si lo prefiere, con una picha familiar le regalamos un pack de seis cervezas amarradas a los huevos.

-De acuerdo… un momento.


Le miro al coño:


-Qué te apetece a ti, cariño.

-Pues…no sé, joe, ya sabes lo indeciso que soy, piensa tú que tienes las neuronas.

-No, joder, dime algo que luego no te gusta lo que te comes y siempre cargo yo con el marrón tragándomelo todo por la pena de tirarlo, y encima, soportando tus reproches. Y rápido, hostia, que está el pichero esperando.

-Es que… no sé…

-Joder, morenote, pareces hasta rubio.


-Bien, póngame una familiar.

-¿Ingredientes?

-Un prepucio grueso y amplio, bien de pelo en los cojones y venas culturistas.

-De acuerdo, ¿desea algún otro complemento con su pedido?

-Sí, por favor, una ración de tetas y un par de sobres de pis.

-Bien, ¿dirección?

-Lumikale sin número. Es una casa sola y estoy sola en casa.


Cuelgo y salgo afuera. Es siempre el peor momento. Esperar, hambrienta de ansia, que la picha llegue caliente, la cerveza fría, y que el buen rato compense el precio a pagar.


Esperando el pedido a devorar,


Deborah Dora.



El gran masturbador. (¿Y tú quién eres?)


Esta obra es un autorretrado de naturaleza sexual que pintó Dalí desde su surrealismo siempre tan psicoanalista. Casi siempre en el mundo de lo onírico, puso trazo y color a todo lo que Freud puso palabras. No voy a entrar en detalles sobre el simbolismo que implican todos sus elementos y el por qué de ello; todo lo podéis encontrar en cualquier libro o página sobre él o puede que en la Wikipedia. Una vez que lo leáis, si es que os interesa, podréis entender que Dalí comprendió y manifestó exactamente la naturaleza de lo masturbatorio, que siempre implica temores y deseos.

Somos lo que nos masturbamos. Su frecuencia o infrecuencia, su método y su contenido. Hablo también de masturbación mental sin que entre en juego la mano ansiosa frotando pollas o hendiduras.

Lamentablemente, muy pocas personas tienen la libertad interior (que es la única que importa en este caso) de manifestar en sexo compartido todos sus anhelos, y muchas veces, ni siquiera la libertad interior como para asumir en su intimidad ciertas apetencias desde el plano de lo consciente. Es entonces cuando aparecen los temores manifiestos como mecanismos de defensa que tapan un deseo erótico inaceptable para la moral personal, o Superego. Y es que muchas veces, lo que más tememos es lo que más nos seduce.

Imaginemos la fantasía de violación como la más común de las mujeres. Los morbos que desarrollamos desde un supuesto plano asexual con ciertas escenas de violencia o incesto en las películas, en las noticias de las tres o en los testimonios desgarradores en programas de actualidad que suben la audiencia como mi saliva tu polla. En cómo nos gusta saber de las depravaciones "qué fuerte" de los demás.

¿No lo crees?

Más sencillo. Parece ser que las personas con vértigo tienen miedo a las alturas porque temen a sus ansias internas, a su pulsión, de querer lanzarse al vacío.

Es difícil que esas sensaciones se nos presenten como deseos tal cual. No somos libres casi nadie casi nunca. Pero nuestra mayor libertad la tenemos al masturbarnos, seamos conscientes o no.

Yo soy la que se masturba. La que se mete los dedos haciéndose daño imaginando que mi hombre abusa de mí. Y también la que se excita en sueños, y tiene la suerte de recordarlo, con escenas tan inaceptables como que soy una niña y mi madre me enjabona el coño en la bañera y luego me seca frotándome fuerte la toalla y me pone unas bragas negras de encaje, nada más que eso, para ir a comer con los profesores de mi colegio. Soy mis masturbaciones.

Y sí que a veces sigo sorprendiéndome de mi misma intriga inconsciente, pero sé quien soy.

¿Y tú?

Piel oscura y oscuras pretensiones.

Tengo la seguridad (y cierta excitación, de paso) de que lo que escriba sobre ellas sentará a la rectitud moral de alguien como una patada en los cojones. Por supuesto, los esquemas mentales de esas personas distan demasiado de los míos, razón por la que sus juicios no me serán válidos ni mis razones tolerables para ellos. Cualquiera que se tome un rato para leer mi poco más de docenita de artículos en este blog podrá saber que lo que para algunos resulta indignante o repulsivo a mí se me antoja bello y deseable.

Las negras huelen mal. Esto es una sensación subjetiva, claro. Para mí pueden oler mal y para ti no. También existen los perfumes. Las negras también se los pueden comprar de Chanel y oler a aquella francesa elegante que es leyenda. O a Marilyn. Lo que es indiscutible es que el olor corporal de los negros es diferente al mío. No sé si tendrá que ver la melanina o no, pero su piel es diferente de la mía y su olor también. Y a mí me huelen mal.

Yo a veces también huelo mal, después de haber pasado toda la noche follando o cuando paso horas sudando en verano. Ese olor me resulta sexy; también el olor profundo de coño, y el de culo mal lavado. Me gusta tirarme a mi chico cuando llega de entrenar sin ducharse, y me gusta que los negros huelan mal. Me resulta animal. Eso no quiere decir que no me seduzca la fragilidad perfumada de una ninfa adolescente, o la piel recién lavada de una compañera de cama. Pero cuando me desato soy animal y me gustan las animaladas.

Después está su aspecto físico que es la aproximación más cercana al eslabón perdido. Supongo que no es un secreto para nadie que tienen aspecto siméaceo. También ello me resulta animal, primitivo, pagano, sexual. Me pone. Yo me parezco a Hellboy y me follo a mi misma cada día porque también me pongo.

Sexualmente, los negros tienen unas pollas admirables y ellas muy oscuros los pezones y los labios vaginales. Visualmente es muy seductor (lo de ellos por lo evidente) y lo de ellas porque su propio cuerpo centra la atención a sus mejores zonas. Además, las negras tienen un tono carnal envidiable. No es común encontrar negras con celulitis, son panteras humanas. Fuertes, indestructibles. Y esos culos... no hablo de las nalgas, objeto de culto de todos los enamorados de los negros. Hablo del ojete, oscuro que caga mierda oscura. Es armonía pura.

Podría pasar por alto todo ello. A fin de cuentas también los blancos podemos oler mal, vencer la celulitis arruinándonos con cremitas insultantes y limpiarnos mal el culo. Pero hay un detalle, un detalle templado y cremoso, que no luce nunca tan bien como cuando bendice el cuerpo de una negra.