Le digo que le amo.




Le digo que le amo cuando me gotean los ojos y me explota la barriga por intentar metérmela aún más profunda en la garganta. También cuando arranco uno por uno los pelos de mi pubis con una pinza y mucha paciencia, queriendo dejar la forma y cantidad que a él le resulta bella. Cuando me pide que apoye el pecho contra el suelo y eleve el culo hacia el techo, que agarre cada nalga con cada mano y estire de ellas para poder verme el culo abierto antes de rompérmelo, y yo lo hago, ceremoniosa y plácida, aunque el esfínter se resienta por la obediencia de mis manos y los hombros tiemblen, doloridos, contra el suelo.

Cuando me dice si le amo, yo le digo que le amo; cuando me pregunta qué haría por él y yo le contesto que todo, y él insiste, y le contesto que todo, y me agarra del cuello asfixiándome mientras me pregunta si le dejaría matarme y yo le digo que sí con la voz quebrada y la cara en púrpura; cuando me suelta y no me hubiera importando que hubiera seguido, le digo también que le amo.

Le digo que le amo cuando me follo a su orden a lo que me mande, joven o viejo, limpio o sucio, apetecible o repugnante, macho o hembra o híbrido, mirándole a los ojos o tocando su mano o llevando mi mente a su cuerpo. También se lo digo cuando soy yo la que mira como se excita con otra carne que no es la mía. Cuando le consiento. Cuando me subyugo. Le digo que le amo.

Se lo digo siempre que voy haciendo pedacitos todos los principios de heroína postmoderna que tenía, mujer del XXI, liberada y libertina. Cada vez que recojo esos trocitos pancartistas de filosofía cotidiana y los tiro por el váter después de haberles meado encima le digo que le amo.

Y es que le amo, perra y entregada, animal sin escrúpulos, ¿patológica? ...

Sí.

¿Me importa?

No.

Ya decía aquel aquello de la Razón y el Corazón y sus razones que ni Dios entiende.

0 comentarios: